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lunes, 23 de junio de 2014

0 Reedición (Probablemente definitiva) del prólogo

Vi mejor resubirlo que editarlo, espero que os guste.




Al despertar no pude abrir los ojos. Intenté gritar pero no conseguía más que emitir unos gruñidos débiles interrumpidos por tos seca. Una mordaza cubría mi boca y un fuerte olor me asfixiaba y raía mi garganta. No tardé en darme cuenta de que se trataba de algún desinfectante, amoniaco o cualquier otro producto fuerte de limpieza.

Por un momento pensé que alguien me estaba gastando una broma de mal gusto, pero según pasaban las horas la idea se hacía más remota.
No sabía si era de día o de noche, el ambiente estaba cargado y húmedo. Y el no saber por qué estaba ahí ni qué querían de mí, parecía alargar aún más las horas.
Las lágrimas se hicieron un hueco entre mis ojos y la venda que los cubría y pasé sollozando interminables horas.

Me desperté sobresaltada cuando alguien llamó a la puerta, solo para avisar de su presencia y maldije seguir viva, no quería enfrentarme a lo que fuera que me esperara.
Unas manos me quitaron la mordaza, mi primer impulso fue gritar, pero lo descarté al notar como dejaba caer sobre mis labios resecos, un chorro de agua fresca.
- Shhh, tranquila, cariño, no voy a hacerte daño, vengo a sacarte de aquí, vengo a rescatarte.
- ¿De verdad vas a sacarme de aquí? -le supliqué con voz rota, la garganta me ardía.
- Sí.

Me ayudó a ponerme en pie, desató mis manos, aliviando así el dolor que causaba el roce de las cuerdas contra mis muñecas, y me las lleve a los ojos para destaparlos, una mano firme me las sujetó sin decir nada y me instó a andar con un suave empujón.
Dejó su mano sobre mi hombro y me guió por la oscuridad mientras mis piernas obedecían y mi mente divagaba en busca de explicaciones.
El eco de mis pasos inseguros resonaba abarcando la estancia y caus
ándole al silencio una muerte lenta y agónica que se anularía en cuanto saliera de allí.   
A medida que atravesábamos varias puertas y de vagábamos por diferentes habitaciones y pasillos desapareció el olor a desinfectante para dar lugar a un fuerte olor a putrefacto que en varias ocasiones hizo que mi cabeza diera vueltas y mis piernas flaquearan.
De repente el hombre me soltó y se alejó de mí, no sin antes volver a atar mis manos.
Sus pasos se oían firmes y sutiles, como si acariciaran el silencio en lugar de torturarlo como yo lo había hecho anteriormente, y yo aproveché su distancia para intentar zafarme de las cuerdas.
Abrió de forma estruendosa una pesada puerta de hierro y una brisa, tan fresca que me hizo tiritar, llenó la habitación y se llevó con ella gran parte del desagradable olor que allí reinaba.
- Acércate me ordenó.
Vacilé antes de obedecer, quería destapar mis ojos, clavarle un tacón entre las piernas y salir corriendo descalza hasta encontrarme con alguien. Pero no podía. Volví a clavarle mis tacones como cuchillas al silencio, contando mis pasos para mantener la calma.
Sentí de nuevo su mano en mi hombro.
- Diecisiete dejé escapar en voz alta, pero no dijo nada.
Al llegar a la puerta me detuvo y oí detrás de mí como cerraba la escandalosa puerta.
Volvió a guiarme con la mano en el hombro, pero esta vez con más prisa, que sumada al suelo arenoso y pedregoso que notaba bajo mis pies, provocó una inevitable caída.
Me levantó agarrándome del brazo, las rodillas me escocían, me había raspado con las piedras y probablemente estarían sangrando, aunque fuera mínimamente.
Llegamos a un coche solo unos pasos más lejos y me tendió en los asientos traseros. No necesitó usar la fuerza, yo inmovilizada y  desorientada y él tenía un coche. Intentar huir habría sido inútil y estúpido, así que me deje llevar.
En cuestión de minutos noté como el coche empezaba a frenar, se hacía todo aun más oscuro y, de repente, un haz de luz atravesaba el poco espacio entre la venda y mis ojos.
Supuse que habíamos llegado a un garaje.
Me sobresalté cuando la puerta que estaba junto a mi cabeza se abrió de golpe. El desconocido me ayudó a salir del coche y me tomó en brazos. Echó a andar sin soltarme, hasta llegar a unas escaleras. Me puso en el suelo, desató mis manos, las tomó y me ayudo a bajarlas como un padre ayudando a un hijo a dar sus primeros pasos, y una vez abajo abrió una puerta, me dejó allí y oí como la cerraba detrás de mí.

- Señor...
- ¿Sí?
- ¿Va a hacerme daño?
No respondió, en lugar de eso me avisó que ya podía descubrir mis ojos.

Me quité la venda, aunque la habitación estaba tan oscura que la diferencia era minina, y busqué a tientas un sitio donde sentarme.
Un rato después la luz se encendió desde fuera y aquel hombre apareció con un refresco y una bolsa de papel marrón manchada de grasa, con la tan conocida M amarilla. No pude evitar llevarme las manos a la boca y la nariz, el hedor inundaba mis vías respiratorias y me formaba un nudo en la garganta.
- Tu cena, Lucia.
- Me llamo Alinka... objeté.
- A partir de ahora te llamas Lucia -musitó algunas palabras más entre las que solo distinguí "personaje".
- ¿Qué?
- Que cenes.
- Yo no como carne... mi estómago protestó al oir eso, pero yo no sabía cómo explicarle que no quería comerme algo que hubiera tenido madre.
- Es lo que hay.

Su voz sonaba joven, pero su cara aún era un misterio, tuvo cuidado de darme siempre la espalda.
En cuanto salió cogí el refresco para calmar mi garganta.
Miré inevitablemente la bolsa, aunque intentaba no hacerlo.
Según pasaban los minutos, el aceite parecía apoderarse de ella, arrugándola y ensuciándola, haciéndola ceder y encogerse. Cuando el olor dejó de ser tan espeso que cubría cada molécula de oxígeno, me dispuse a obedecer a mi estómago y probarlo. Hice un gesto de dolor cuando intenté tragar, por el daño que me había causado el desinfectante, y volví  a beber para aliviarlo.

Pasé unos minutos sentada en el borde de la cama mirando a la nada, rodeada de oscuridad y agónico silencio, y un grito de desesperación que ni yo misma esperaba salió de mis entrañas desgarrándome las cuerdas vocales.

Rompí a llorar farfullando insultos y maldiciones hasta que caí en la inconsciencia.



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