Las castañeras, esas mujeres que llenan nuestras calles de una falsa niebla cálida y espesa.
En los lugares como este, en los que nunca nieva, es lo más parecido que tenemos a una "blanca navidad", como suelen decir.
Aunque he de confesar algo; amo la navidad.
Sé que es una época consumista y blaablaablaa, todos esos argumentos hippies - a los que, por cierto, no les falta razón-. Y que es la época más hipócrita del año, en la que todos aman y ayudan a todos
Además nunca he tenido una familia que se reúna en navidad, ni tampoco una que no se reúna, vivo aquí desde que tengo memoria, y desde que tengo memoria, la única navidad que he conocido es la que veo a través de la ventana.
Nada de luces de colores aquí dentro, tampoco árbol ni villancicos. Nada de cenas lujosas, alcohol y pasteles. Nada de regalos. Nada de películas navideñas familiares de bajo presupuesto y aún más baja calidad.
Esa chiquilla rubia, la castañera, es la única que me hace amar la navidad, porque es la única época del año en la que la veo.
Siempre se pone en el mismo sitio, frente a mi ventana, y juraría que alguna vez la he pillado cruzando su mirada conmigo. Siempre hay a su lado un niño jugando con un globo, que siempre es de color rojo. Quizá sea su hermano pequeño, ella parece demasiado joven para tener hijos. Puede tener unos veinte años.
Me he fijado en que siempre lleva el mismo gorro y la misma bufanda, alguna vez he pensado en regalarle otra, pero quizá lleva esa por algún motivo especial, quizá se la regaló su madre cuando aún estaba en vida, y la mía acabe en la papelera más cercana, en la que esta junto a ella -sí, ella esta junto a una papelera, ella, ese monumento que fácilmente podría estar en el escaparate de una joyería, estaba junto a una sucia y vieja papelera-.
No soportaría ver mi regalo en la basura mientras la observo. Como una broma pesada y malvada. Un no muy sutil "no quiero nada de ti".
Sueño cada día con que venga a visitarme y me envuelva en un cálido abrazo que nunca acabe, exatasiándome con su peculiar perfume de castañas asadas, sueño con quitarle el gorro y enredar mis dedos entre sus cabellos mientras me cuenta que lleva años observándome y hasta hoy no se ha atrevido a buscarme, porque no quería pasar un año más sin saber mi nombre.
Sueño con decirle mi nombre y que ella susurre en mi oído el suyo.
Quizá se llame Marta, es un nombre bonito, le pega. O quizá Elena, Laura, Alicia...
Un nombre hermoso y clásico a la vez, como su rostro.
Sueño que, después de ese abrazo, nos fundamos en uno bajo las sábanas.
Y sueño que me agarre del brazo y corra, arrastrandome, sacándome de aquí para siempre. Sé que solo ella podría hacerlo, solo necesito mirar sus ojos para saberlo con toda la certeza del mundo.
Por ahora el único sueño que cumplo es el de dormir cada noche contemplando su rostro, aunque sea a lo lejos. Dejarme absorber por la oscuridad, cerrar mis ojos y seguir viéndola en mis sueños.
Oigo una puerta cerrarse detrás de mí. Es metálica, la mayoría de puertas aquí lo son, y oigo a uno de los doctores hablar de un pobre loco que pasa los días mirando a través de una postal, como si de una ventana de tratase.
Tengo miedo de volverme tan loco como él o el resto de mis compañeros.
Pero sé que me sacarás de aquí antes de que eso suceda.
Y me dirás quien es ese niño que siempre te acompaña con un globo rojo, y quien te regalo ese gorro y esa bufanda que nunca te quitas.
Jamás dejaré de esperarte.
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© 2014 Mel Köiv Todos los derechos reservados
Está guapa. Como de costumbre, escondiendo la información hasta cerca del final.
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